9 de mayo de 2008

Los Faraones Negros

Para conocer la historia la historia antigua de Sudán, sin duda no hay que ir al museo de arqueología de Khartoum, porque no sólo es poco lo que allí se puede encontrar, sino que no hay ninguna o muy poca información sobre la exposición. El museo es un edificio de una sola planta donde, en un solo y gran salón se codean culturas que van desde el paleolítico hasta el imperio egipcio, el que, créanlo o no, es como de los más recientes de la historia antigua. A la entrada, luego de pagar la libra que cuesta ingresar (US 0,50), un señor se te para al lado y se ofrece a hacer de guía. Como en realidad no tienes otra opción, el susodicho caballero te acompaña o, más bien, te sigue como una sombra y, delante de cada vitrina, te da la explicación del caso. Esto es: frente a una vitrina que contiene objetos de piedra dice: “esos son objetos de piedra” y ante otra que tiene objetos de madera agrega: “esos son objetos de madera”. Todo eso en un inglés bastante precario. Así que para conocer algo de la historia antigua de Sudán decidí que sería mejor ir a conocerla en el lugar mismo de los hechos. Por eso, aprovechando la visita de mi mujer*, tomamos un vehículo con chofer y nos fuimos para el norte. Si Sudán en general es un país desértico, el norte es el desierto del desierto. Viajamos cerca de 3 horas por una carretera perfectamente pavimentada (la que va a Port Sudán, la segunda ciudad del país), hasta que de repente y sin mediar señal alguna, el jeep se salió del asfalto para internarse a campo traviesa, siguiendo una huella débilmente marcada en la arena. Por supuesto, no logramos ver nada que permitiera adivinar hacia donde íbamos… Confiábamos que el chofer sí lo supiera. En efecto lo sabía. Cuando nos detuvimos luego de una hora de trayecto, nada permitía adivinar que hubiésemos llegado a algún lugar. Solo se veía un pozo rodeado de campesinos que extraían laboriosamente agua con un balde y una soga que había que subir unos 20 metros con la preciosísima carga, para ser vertida en unas bateas de donde tomaban agua mulas y camellos y se servían las mujeres que allí estaban quienes, a propósito, siempre son las que se encargan de las tareas pesadas mientras los hombres “vigilan”. Sólo supimos que habíamos llegado a Naga, el primer sitio arqueológico de nuestra ruta, porque de la nada salió un señor a cobrarnos US10 por persona para entrar a visitarlo. Afortunadamente ya nos habían advertido que lleváramos cambio pequeño porque, evidentemente, ese sería el único dinero que vería ese señor en el día, la semana o el mes, por lo que ni soñar con que nos diera un vuelto o, tal vez, lo daría en leche de camello... Atravesar ese desierto sembrado de arbustos espinosos y ver el sitio arqueológico fue una experiencia sobrecogedora. Luego de unos 200 metros al final de una colina, se abrió ante nuestros ojos un lugar impresionante: una gran avenida bordeada por esculturas talladas en piedra representando carneros, nos condujo a un templo que recuerda, aunque en proporciones más pequeñas, a la entrada de Karnac en Egipto. El lugar está semi-sumergido en la arena pero, aún así, se puede adivinar que ahí yace un sitio muchísimo mayor que lo que se ve. El problema es que no ha habido quien lo estudie, porque ese es el otro gran drama de Sudán; nadie se interesa por su pasado. Una hora más de travesía por ese desierto sin señalización y llegamos a Mussarawat, una ciudad de grandes proporciones que no tiene nada que envidiarle a los sitios egipcios tan famosos y visitados, salvo ¡claro! que ahí tampoco vimos mucha evidencia de que se hubieran realizado excavaciones o investigaciones sostenidas. Nos mostraron unas construcciones sobre las que nos dijeron servían para alojar a los arqueólogos de una expedición italiana que suele permanecer durante tres meses al año en el lugar. Lo cierto es que la arena aún cubría la mayor - tal vez la mejor parte- de todo el lugar. En todo caso, lo que logramos vislumbrar era maravilloso, nos daba cuenta de una civilización que aparentemente precedió a la egipcia, aunque eso, como en todos los lugares arqueológicos que se visitan, hay que tomarlo con “pinzas”. Siempre te dicen que el lugar en el que estás es el más antiguo, el más maravilloso y que es único en el planeta tierra. Será lo que llaman “el orgullo nacional” lo que hace decir eso? Llevábamos casi un día entero de viaje con algunas galletas y un té cuando pasadas las 3 de la tarde llegamos a Merowe, el SITIO arqueológico de Sudán. El lugar es tan impresionante que obró el milagro de quitarnos el hambre. Unas 20 o 30 pirámides, muchas de ellas semi-cubiertas de arena y bastante más pequeñas que las famosas de Egipto, pero situadas en las laderas un valle que las hace resaltar mas aún contra un cielo azul y despejado, nos preparaba para el atardecer. Luego de dejar nuestras cosas en el hotel o, mejor dicho en las carpas donde pasaríamos la noche y haber bebido un delicioso refresco de Karkadet, hibiscus, o flor de Jamaica, -como se la llama en Latinoamérica- fuimos a recorrer las pirámides a pie, seguidos por una serie de personajes que te ofrecían llevarte a lomo de unos camellos que lucían tan escuálidos como aburridos. El paseo en camello lo dejamos para otro día. Esa tarde queríamos gozar de la experiencia irrepetible de encontrarnos a solas con el pasado de ese lugar, enterrados en la arena hasta las rodillas. Fue sin duda una experiencia única. En general, sitios como éstos, en otros lugares del planeta, siempre están llenos de gente; turistas que pasan en tropeles y que no te dejan vivir la energía particular que esos lugares poseen. En este caso, el sitio nos ofreció toda su silenciosa magia y sus historias de pasado, solamente moduladas por el suave murmullo del viento del atardecer y el titilar de las estrellas que comenzaban ya a instalarse en el firmamento. La puesta del sol y la llegada de la noche las vivimos desde la terraza del hotel, el cual, a pesar de su aparente precariedad (todas las habitaciones consisten en grandes carpas de campaña, levantadas sobre una base de cemento y amobladas por dentro con lo todo lo necesario), ofrecía un espectáculo único: el conjunto de pirámides recortándose contra el horizonte, por el lado donde se escondía el sol y luego iluminado por un inmenso mar de estrellas que poblaba el cielo del desierto, recorrido por la vía láctea... Todo esto acompañado de una música especialmente escogida por los dueños italianos del hotel, para hacerte la experiencia aún más extraordinaria, si eso era posible. A la mañana siguiente, las pirámides aún estaban ahí pero ya no solas. A la entrada del hotel una media docena de camellos flacos y sin duda muy poco interesados en ningún tipo de tour o recorrido, esperaban con sus respectivos camelleros para darnos el famoso paseo que habíamos postergado el día anterior. Ahí estaban desde al amanecer para ver a quien le tocaría en suerte ganarse las 20 libras que nos cobrarían por el paseo. También había 4 personas con artesanías variadas -no muy elaboradas por cierto, cositas pequeñas hechas a mano por ellos mismos: collares de cuentas, estatuitas de “ébano” recién pintado de negro…entre otras chucherías poco atractivas. Por supuesto, cada cosa costaba 20 libras!!!, Cifra que al parecer era la única palabra que sabían en inglés “Twenty mister”, “twenty mister”, era lo que repetían cada vez que preguntábamos por algo. ¡Eso son diez dólares después de todo! Claro que cuando les ofrecimos pagar cinco por alguna que otra cosa que compramos, quedaron igual de contentos y nos despidieron con sonrisas y todo... ¡Arriba de un camello la vida es más sabrosa! y la perspectiva cambia ciento por ciento. El único problema es bajarse sin que el camello te tire, ya que estos inmensos cuadrúpedos se arrodillan con las patas delanteras y de manera bastante brusca y se quedan así, por unos segundos, y luego bajan las de atrás. Durante la maniobra hay que agarrarse muy firme de la montura para no salir disparado por arriba de la cabeza del animal, cosa no poco frecuente, según nuestra propia experiencia camellística en Egipto. Luego, otras tres horas de carro por carretera pavimentada y de regreso a Khartoum, sin un solo dato, sin un solo folleto explicativo, o tan siquiera una hoja volante suelta que nos diera información
sobre lo que habíamos visto. Porque esa es otra realidad de Sudán: es un país sin turismo, con lugares mágicos y atractivos pero totalmente solitarios en los que el turista es una especie poco conocida y no siempre bienvenida. Sitios maravillosos que nunca serán visitados, a menos que uno se lo proponga específicamente y, a veces, hasta luchando contra corriente con las condiciones locales. * Amparo Ponce